una cara, un borde

martes, noviembre 23, 2010

Ritos de pasaje - ID Performance 2010



Todas las culturas han desarrollado "ritos de pasaje" para simbolizar el tránsito de un status social u ontológico a otro. Se reconocen tres etapas en los ritos de pasaje: una separación del estado previo; una marginación o umbral y una integración al nuevo estado, "una mutación existencial" que implica "una muerte simbólica a la que sigue un renacimiento" como señala Mircea Eliade.

Los que sufren el rito de pasaje, no son más lo que eran, pero tampoco lo que serán. No se encuentran en ningún lugar de la estructura. En este sentido, se encuentran en un estado "liminar", fronterizo, de purgatorio, de desarraigo.

Recorrer unas pocas calles de Petare para luego "tumbar esta piñata" en una escuela, fue un intento de reflejar, al menos en parte, a través de una costumbre aparentemente pueril pero en el fondo muy agresiva, que promueve conductas violentas y de "pillaje" o "rebatiña", el desvanecimiento de nuestra ciudad.

Una golpiza sobre "nuestra" Caracas.

Caen sus restos.

Mutaremos?









Cortesía del Centro Cultural Chacao. Fotografías: Miguel González

Agradecimientos:
Al Centro Cultural Chacao: por permitirme esta primera experiencia en el Performance.
A Laura Morales Balza y María Isabel González.
...a todos los que nos acompañaron (Kevin esto es especialmente contigo).


martes, noviembre 16, 2010

martes, junio 15, 2010

La paradoja cotidiana



A mi abuela Mima y a María Isabel González Díaz,

por plantar las semillas que intentan brotar en este texto

“Sólo en un sitio puede ser derrotada una sociedad:

en el pecho de cada hombre”.

Rafael Cadenas

No sé si el letrero anunciaba “Obreros en la vía” o “Despacio. Curva peligrosa”. Había girado tantas veces en la carretera, a izquierda y derecha, que me sentía mareada. Abrí la ventana del carro para respirar el aire marino y reduje la velocidad, fijando la vista unos segundos en el horizonte.

Con los ojos húmedos, recordé que el horizonte se había caído y que esa costumbre de mirarlo cada mañana, inaugurando el día, lejos de brindarme el ancestral sosiego, ahora me producía vértigo. Mentalmente, comencé a repetir, una y otra vez, aquella oración que mi abuela escribió en una servilleta y que ella misma introdujo en mi cartera, detrás de la cédula de identidad: “Nada te turbe, nada te espante. Sólo Dios basta”.

Me reconozco entre las cuatro paredes de mi casa, en el saludo cariñoso de mis perros, en la llamada materna, en la oración antes de dormir, en el silencio. Encuentro sentido en la lectura matutina, en la taza de té o café humeante que me atempera para iniciar la jornada, en el trabajo. Me amortigua la música y la voz amada; el verde y el azul.

El carácter reiterativo de los actos cotidianos no implica monotonía, ni merma el peso específico que le otorgan a la existencia. Sin embargo, se producen en ámbitos sellados al vacío, sin un eje de bisagra que los articule con el entorno como prolongación final y necesaria para alcanzar la coherencia entre lo individual y lo social.

El devenir diario, esa corriente subterránea que configura identidades a través de formas de relación, vive un punto de quiebre. Tamizados por una red de balas perdidas que silban agudas rozándonos el pecho, amenazadas la libertad y las garantías básicas que debería proporcionar cualquier sociedad sana, los vínculos primarios, consolidados a partir de los afectos como asidero vital, mutan al llegar al umbral de las interacciones colectivas, en un canibalismo progresivo.

A tiempo completo, esquivamos autobuses, peatones audaces y espejos retrovisores a través de ajustados pasillos cinéticos cuyo brillo genera la ilusión de desplazamiento. La superación de obstáculos resulta absurda a la luz de un terco semáforo en amarillo.

Colectivamente, asistimos al reverso de la cotidianidad, entendida como una dialéctica común, humana, respetuosa, expansiva, generosa y tolerante con “el otro-yo mismo”. Nuestra personalidad, como mecanismo de defensa ante la barbarie social, se polariza, alienándonos a tal punto que parecemos espectros a control remoto. Somos víctimas de una corriente alterna. Habitamos compartimientos aislados, antípodas, con reglas de juego diametralmente opuestas.

Eduardo Sánchez Rugeles, escritor venezolano y docente en nuestras escuelas por varios años, pronunció palabras muy pertinentes al recibir el premio Arturo Uslar Pietri por su novela “Blue Label/Etiqueta Azul”, señalando los principales ingredientes del caldo social venezolano y sus terribles consecuencias:

“Quizás, como salubre ejercicio de madurez y catarsis, sea necesario reconocer que nuestro verdadero patrimonio es el de la tristeza; una tristeza que se funda en la imposibilidad de diálogo, en el elogio permanente de la burla, en el miedo a los otros, la espontánea desconfianza y la feliz ignorancia que ha dado lugar a aquello que, con orgullo impostado, hemos definido como viveza; dudoso atributo que, en el fondo, no es otra cosa que la lenta agonía de nuestra eticidad”.

El intercambio social niega los puntos cardinales que orientan la cotidianidad íntima, familiar, cuya esencia es el amor al prójimo, asumido, me atrevo a decir, desde la perspectiva cristiana como filosofía de vida y no como religión, cuyas connotaciones sectarias serían inevitables. Un amor tan consciente del otro como de uno mismo. Me pregunto hasta qué punto podrá ella, la cotidianidad íntima, resistir estos embates, manteniéndose fiel a sí misma; hasta qué punto será capaz de contrarestarlos y recuperar espacios. O si por el contrario, está definitivamente sentenciada a muerte, y terminará siendo aniquilada, luego de esa lenta agonía que describe Sánchez Rugeles. O incluso, si todo esto no es más que una conversación de velorio antes del entierro formal.

La cinta de Moebius, descubierta por los matemáticos alemanes August Ferdinand Möbius y Johann Benedict Listing en el año 1858, constituye una esclarecedora analogía de la integración cotidiana. Para construirla, se juntan los extremos de una tira de papel dando media vuelta a uno de ellos. Si se aplica color a su superficie comenzando por la aparente cara exterior, al finalizar, queda pintada toda la cinta, por lo que carece de sentido hablar de una cara interna y otra externa. Si se recorre su borde con los dedos, se alcanza el punto de partida, sin ruptura de la continuidad. Una persona que camine sobre la cinta, llegará también al punto inicial pero su orientación se habrá invertido.

La vinculación cotidiana, a cualquier nivel, debería tener una sola cara y un solo borde, proyectando, como sucede cuando la luz dibuja sobre la retina, imágenes en espejo. La inversión de la imagen denotaría tan sólo una variación del contexto, no una contradicción.

La señal a orillas de la carretera decía “Obreros en la vía”. Generaciones de hombres y mujeres sudorosos, reconciliándose arduamente entre sí y con el entorno, abrían caminos entre la maleza hacia el horizonte caído, en una misión descomunal de rescate.

Sonreí y apagué el motor. Esa era la única vía posible.



jueves, mayo 27, 2010

sábado, mayo 08, 2010

A Deleuze




Por qué

o

para qué

he de conservar mi nombre?


Si podría llamarme


aspaviento ecuatorial en tiempos de lluvia

metamorfosis subterránea periférica

vaho de dedos que aguantan calor de plato recién salido de horno

estranguladora de granito vertical con punta

1989


zaguán de veleidades

devota del destiempo

cotización de escapatorias


Ersilia


perrubia en crin de unicornio con tres patas

filosofía de trenzas de zapato

polvorosa

mosaico bateado a primera

delta en retroceso

paladar acrílico


carretera anfibia

celosía de razones

atril de medias tintas

armisticio solicitado en discoteca

sismo de despedida en el estrecho de Gibraltar

columpio que cuelga de humores vítreos

encartado lunar al mediodía


alucinaciones de reojo

sudor de puente

coxis de isla

pectoral olímpico


espíritu portátil


piedritas al trote







martes, abril 27, 2010

La acción de fotografiar



Confieso que aún no logro entender completamente la fascinación que ejerce el acto de mirar a través del visor de una cámara fotográfica. Todo parece partir de una manera inofensiva de vincularse con el mundo. Una manera de “estar presente”.

Intentaré referirme exclusivamente al acto en si mismo. La aspiración a la imagen, que lo promueve y que no tiene nada de inofensiva, es otro asunto.

El individuo que se prepara para fotografiar trae consigo un bagaje de experiencias, ideas y conocimientos que paradójicamente deben silenciarse, a nivel consciente, para que el ojo pueda “mirar” desde el instinto. Un estado orgánico parecido al que resulta del ayuno o abstinencia voluntaria me parece imprescindible para hacerse permeable a lo que confiamos ocurrirá, para alinear mente y corazón en un contundente vector que apunta a la retina y comulgar desde esa trinidad con el entorno. El pensamiento y la reflexión son previos y posteriores al acto y en todo caso, intervienen en el encuadre, en las fracciones de segundo disponibles para componer equilibradamente todos los elementos que integrarán la imagen.

La acción de fotografiar ha sido vinculada con el acto de cazar: la cámara como un arma que se “dispara”. Y es cierto. El fotógrafo es como un cazador que olfatea su presa en la espesura del bosque. Hay algo de violencia en la rapidez de movimiento que se requiere en ciertas circunstancias, en el deseo irrefrenable de saciarse aprehendiendo un sujeto o situación. Pero esa violencia no desemboca en muerte; más bien, redime.

La certeza de haber llegado a lo fotografiable viene acompañada de un sobresalto interno, helado. Frenéticamente, casi por encima de uno mismo, el dedo índice presiona el botón y empieza el trance fecundo. Una sensación vaga del cuerpo, como si se desmaterializara, para reunificarse con un todo donde se pierde la noción del tiempo y del espacio. El individuo ya no lo es más. Se desdibuja para reintegrarse. Esa sensación escala hasta llegar a un clímax: la imagen que se siente haber logrado, esta vez en sacudida caliente, producto aún inmaterial de ese trance, desde el cual se cae, extenuado, y se apaga la máquina.

Es posible que en definitiva la fascinación resida ahí. En la reunificación, retrospectivamente temporal, experimentada en su instante atemporal. “Estar”, en infinitivo. Participar del sentimiento general de la existencia.





sábado, abril 10, 2010

miércoles, marzo 24, 2010

126. (Venezuela se escribe con "V" de "vegetativo", desafortunadamente)


"Tengo grandes momentos de parálisis. No es que, como todo el mundo, vaya dejando pasar los días para responder con una simple postal la carta urgente que me escribieron. No es que, como no lo hace nadie, aplace indefinidamente lo fácil que me sería útil, o lo útil que me resultaría agradable. Hay más sutileza en mi desentendimiento conmigo mismo. Me paralizo en el alma misma. Se produce en mi una suspensión de la voluntad, de la emoción, del pensamiento, y esta suspensión dura largos días; sólo la vida vegetativa del alma -la palabra, el gesto, la costumbre- me sirven para expresarme ante los otros y, a través de ellos, ante mi.

En esos períodos de sombra, soy incapaz de pensar, de sentir, de querer. No sé escribir más que guarismos o líneas. No siento, y la muerte de alguien a quien amase me produciría la impresión de haberse realizado en una lengua extranjera. No puedo; es como si durmiera y mis gestos, mis palabras, mis actos más seguros, no fueran más que una respiración periférica, instinto rítmico de no sé qué organismo.

...

Sea como fuere dejo que así sea. Y al dios, o a los dioses que pueda haber, alargo con mi mano lo que soy, conforme manda la suerte y el azar ejecuta, fiel a un compromiso olvidado."

Libro del desasosiego. Fernando Pessoa.



domingo, febrero 28, 2010

Luz de taxi






Este video fue filmado en la ciudad de Buenos Aires el día 4 de enero del 2010.

Habla, con nombre y apellido, Jesús Alberto Saurín.

domingo, febrero 21, 2010

Dos atentados contra el tiempo



I
(Palabra)

Imaginemos el grito
que fecundó por primera vez la retina de un hombre
y abrió de golpe sus labios

un grito a imagen
de otro desperdigado por el cielo
que sólo mucho después se llamó relámpago.

Con los años y las migraciones
(que son lo mismo)
su piel fue castigada por nuevas bocas

hasta adquirir contornos definidos
vestirse de sílabas
y olvidar su primera geometría
ilimitada.

Así el grito, ahora palabra
viajó aferrado a la espalda de caravanas e invasiones
junto a mercaderes que cambiaban almas por seda

y vió el imperio de otros soles
atravesó el laberinto sin paredes del desierto
conoció selvas que le llenaron los ojos de lluvia.

Y aun hoy sigue su peregrinar
usurpando la fe cruel de las montañas
o los recuerdos diluidos por el viento
entre los bosques

condensando en sus venas
la existencia de aquel primer hombre
que la conoció cuando era miedo
cuando era temblor en los huesos de la tormenta
cuando era relámpago.


Adalber Salas Hernández




sábado, enero 23, 2010

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A mi papá, por sus ojos acuosos frente a la imagen.