una cara, un borde

martes, junio 15, 2010

La paradoja cotidiana



A mi abuela Mima y a María Isabel González Díaz,

por plantar las semillas que intentan brotar en este texto

“Sólo en un sitio puede ser derrotada una sociedad:

en el pecho de cada hombre”.

Rafael Cadenas

No sé si el letrero anunciaba “Obreros en la vía” o “Despacio. Curva peligrosa”. Había girado tantas veces en la carretera, a izquierda y derecha, que me sentía mareada. Abrí la ventana del carro para respirar el aire marino y reduje la velocidad, fijando la vista unos segundos en el horizonte.

Con los ojos húmedos, recordé que el horizonte se había caído y que esa costumbre de mirarlo cada mañana, inaugurando el día, lejos de brindarme el ancestral sosiego, ahora me producía vértigo. Mentalmente, comencé a repetir, una y otra vez, aquella oración que mi abuela escribió en una servilleta y que ella misma introdujo en mi cartera, detrás de la cédula de identidad: “Nada te turbe, nada te espante. Sólo Dios basta”.

Me reconozco entre las cuatro paredes de mi casa, en el saludo cariñoso de mis perros, en la llamada materna, en la oración antes de dormir, en el silencio. Encuentro sentido en la lectura matutina, en la taza de té o café humeante que me atempera para iniciar la jornada, en el trabajo. Me amortigua la música y la voz amada; el verde y el azul.

El carácter reiterativo de los actos cotidianos no implica monotonía, ni merma el peso específico que le otorgan a la existencia. Sin embargo, se producen en ámbitos sellados al vacío, sin un eje de bisagra que los articule con el entorno como prolongación final y necesaria para alcanzar la coherencia entre lo individual y lo social.

El devenir diario, esa corriente subterránea que configura identidades a través de formas de relación, vive un punto de quiebre. Tamizados por una red de balas perdidas que silban agudas rozándonos el pecho, amenazadas la libertad y las garantías básicas que debería proporcionar cualquier sociedad sana, los vínculos primarios, consolidados a partir de los afectos como asidero vital, mutan al llegar al umbral de las interacciones colectivas, en un canibalismo progresivo.

A tiempo completo, esquivamos autobuses, peatones audaces y espejos retrovisores a través de ajustados pasillos cinéticos cuyo brillo genera la ilusión de desplazamiento. La superación de obstáculos resulta absurda a la luz de un terco semáforo en amarillo.

Colectivamente, asistimos al reverso de la cotidianidad, entendida como una dialéctica común, humana, respetuosa, expansiva, generosa y tolerante con “el otro-yo mismo”. Nuestra personalidad, como mecanismo de defensa ante la barbarie social, se polariza, alienándonos a tal punto que parecemos espectros a control remoto. Somos víctimas de una corriente alterna. Habitamos compartimientos aislados, antípodas, con reglas de juego diametralmente opuestas.

Eduardo Sánchez Rugeles, escritor venezolano y docente en nuestras escuelas por varios años, pronunció palabras muy pertinentes al recibir el premio Arturo Uslar Pietri por su novela “Blue Label/Etiqueta Azul”, señalando los principales ingredientes del caldo social venezolano y sus terribles consecuencias:

“Quizás, como salubre ejercicio de madurez y catarsis, sea necesario reconocer que nuestro verdadero patrimonio es el de la tristeza; una tristeza que se funda en la imposibilidad de diálogo, en el elogio permanente de la burla, en el miedo a los otros, la espontánea desconfianza y la feliz ignorancia que ha dado lugar a aquello que, con orgullo impostado, hemos definido como viveza; dudoso atributo que, en el fondo, no es otra cosa que la lenta agonía de nuestra eticidad”.

El intercambio social niega los puntos cardinales que orientan la cotidianidad íntima, familiar, cuya esencia es el amor al prójimo, asumido, me atrevo a decir, desde la perspectiva cristiana como filosofía de vida y no como religión, cuyas connotaciones sectarias serían inevitables. Un amor tan consciente del otro como de uno mismo. Me pregunto hasta qué punto podrá ella, la cotidianidad íntima, resistir estos embates, manteniéndose fiel a sí misma; hasta qué punto será capaz de contrarestarlos y recuperar espacios. O si por el contrario, está definitivamente sentenciada a muerte, y terminará siendo aniquilada, luego de esa lenta agonía que describe Sánchez Rugeles. O incluso, si todo esto no es más que una conversación de velorio antes del entierro formal.

La cinta de Moebius, descubierta por los matemáticos alemanes August Ferdinand Möbius y Johann Benedict Listing en el año 1858, constituye una esclarecedora analogía de la integración cotidiana. Para construirla, se juntan los extremos de una tira de papel dando media vuelta a uno de ellos. Si se aplica color a su superficie comenzando por la aparente cara exterior, al finalizar, queda pintada toda la cinta, por lo que carece de sentido hablar de una cara interna y otra externa. Si se recorre su borde con los dedos, se alcanza el punto de partida, sin ruptura de la continuidad. Una persona que camine sobre la cinta, llegará también al punto inicial pero su orientación se habrá invertido.

La vinculación cotidiana, a cualquier nivel, debería tener una sola cara y un solo borde, proyectando, como sucede cuando la luz dibuja sobre la retina, imágenes en espejo. La inversión de la imagen denotaría tan sólo una variación del contexto, no una contradicción.

La señal a orillas de la carretera decía “Obreros en la vía”. Generaciones de hombres y mujeres sudorosos, reconciliándose arduamente entre sí y con el entorno, abrían caminos entre la maleza hacia el horizonte caído, en una misión descomunal de rescate.

Sonreí y apagué el motor. Esa era la única vía posible.



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A mi papá, por sus ojos acuosos frente a la imagen.