Confieso que aún no logro entender completamente la fascinación que ejerce el acto de mirar a través del visor de una cámara fotográfica. Todo parece partir de una manera inofensiva de vincularse con el mundo. Una manera de “estar presente”.
Intentaré referirme exclusivamente al acto en si mismo. La aspiración a la imagen, que lo promueve y que no tiene nada de inofensiva, es otro asunto.
El individuo que se prepara para fotografiar trae consigo un bagaje de experiencias, ideas y conocimientos que paradójicamente deben silenciarse, a nivel consciente, para que el ojo pueda “mirar” desde el instinto. Un estado orgánico parecido al que resulta del ayuno o abstinencia voluntaria me parece imprescindible para hacerse permeable a lo que confiamos ocurrirá, para alinear mente y corazón en un contundente vector que apunta a la retina y comulgar desde esa trinidad con el entorno. El pensamiento y la reflexión son previos y posteriores al acto y en todo caso, intervienen en el encuadre, en las fracciones de segundo disponibles para componer equilibradamente todos los elementos que integrarán la imagen.
La acción de fotografiar ha sido vinculada con el acto de cazar: la cámara como un arma que se “dispara”. Y es cierto. El fotógrafo es como un cazador que olfatea su presa en la espesura del bosque. Hay algo de violencia en la rapidez de movimiento que se requiere en ciertas circunstancias, en el deseo irrefrenable de saciarse aprehendiendo un sujeto o situación. Pero esa violencia no desemboca en muerte; más bien, redime.
La certeza de haber llegado a lo fotografiable viene acompañada de un sobresalto interno, helado. Frenéticamente, casi por encima de uno mismo, el dedo índice presiona el botón y empieza el trance fecundo. Una sensación vaga del cuerpo, como si se desmaterializara, para reunificarse con un todo donde se pierde la noción del tiempo y del espacio. El individuo ya no lo es más. Se desdibuja para reintegrarse. Esa sensación escala hasta llegar a un clímax: la imagen que se siente haber logrado, esta vez en sacudida caliente, producto aún inmaterial de ese trance, desde el cual se cae, extenuado, y se apaga la máquina.