una cara, un borde
martes, noviembre 23, 2010
Ritos de pasaje - ID Performance 2010
martes, noviembre 16, 2010
domingo, agosto 22, 2010
martes, junio 15, 2010
La paradoja cotidiana
A mi abuela Mima y a María Isabel González Díaz,
por plantar las semillas que intentan brotar en este texto
“Sólo en un sitio puede ser derrotada una sociedad:
en el pecho de cada hombre”.
Rafael Cadenas
No sé si el letrero anunciaba “Obreros en la vía” o “Despacio. Curva peligrosa”. Había girado tantas veces en la carretera, a izquierda y derecha, que me sentía mareada. Abrí la ventana del carro para respirar el aire marino y reduje la velocidad, fijando la vista unos segundos en el horizonte.
Con los ojos húmedos, recordé que el horizonte se había caído y que esa costumbre de mirarlo cada mañana, inaugurando el día, lejos de brindarme el ancestral sosiego, ahora me producía vértigo. Mentalmente, comencé a repetir, una y otra vez, aquella oración que mi abuela escribió en una servilleta y que ella misma introdujo en mi cartera, detrás de la cédula de identidad: “Nada te turbe, nada te espante. Sólo Dios basta”.
Me reconozco entre las cuatro paredes de mi casa, en el saludo cariñoso de mis perros, en la llamada materna, en la oración antes de dormir, en el silencio. Encuentro sentido en la lectura matutina, en la taza de té o café humeante que me atempera para iniciar la jornada, en el trabajo. Me amortigua la música y la voz amada; el verde y el azul.
El carácter reiterativo de los actos cotidianos no implica monotonía, ni merma el peso específico que le otorgan a la existencia. Sin embargo, se producen en ámbitos sellados al vacío, sin un eje de bisagra que los articule con el entorno como prolongación final y necesaria para alcanzar la coherencia entre lo individual y lo social.
El devenir diario, esa corriente subterránea que configura identidades a través de formas de relación, vive un punto de quiebre. Tamizados por una red de balas perdidas que silban agudas rozándonos el pecho, amenazadas la libertad y las garantías básicas que debería proporcionar cualquier sociedad sana, los vínculos primarios, consolidados a partir de los afectos como asidero vital, mutan al llegar al umbral de las interacciones colectivas, en un canibalismo progresivo.
A tiempo completo, esquivamos autobuses, peatones audaces y espejos retrovisores a través de ajustados pasillos cinéticos cuyo brillo genera la ilusión de desplazamiento. La superación de obstáculos resulta absurda a la luz de un terco semáforo en amarillo.
Colectivamente, asistimos al reverso de la cotidianidad, entendida como una dialéctica común, humana, respetuosa, expansiva, generosa y tolerante con “el otro-yo mismo”. Nuestra personalidad, como mecanismo de defensa ante la barbarie social, se polariza, alienándonos a tal punto que parecemos espectros a control remoto. Somos víctimas de una corriente alterna. Habitamos compartimientos aislados, antípodas, con reglas de juego diametralmente opuestas.
Eduardo Sánchez Rugeles, escritor venezolano y docente en nuestras escuelas por varios años, pronunció palabras muy pertinentes al recibir el premio Arturo Uslar Pietri por su novela “Blue Label/Etiqueta Azul”, señalando los principales ingredientes del caldo social venezolano y sus terribles consecuencias:
“Quizás, como salubre ejercicio de madurez y catarsis, sea necesario reconocer que nuestro verdadero patrimonio es el de la tristeza; una tristeza que se funda en la imposibilidad de diálogo, en el elogio permanente de la burla, en el miedo a los otros, la espontánea desconfianza y la feliz ignorancia que ha dado lugar a aquello que, con orgullo impostado, hemos definido como viveza; dudoso atributo que, en el fondo, no es otra cosa que la lenta agonía de nuestra eticidad”.
El intercambio social niega los puntos cardinales que orientan la cotidianidad íntima, familiar, cuya esencia es el amor al prójimo, asumido, me atrevo a decir, desde la perspectiva cristiana como filosofía de vida y no como religión, cuyas connotaciones sectarias serían inevitables. Un amor tan consciente del otro como de uno mismo. Me pregunto hasta qué punto podrá ella, la cotidianidad íntima, resistir estos embates, manteniéndose fiel a sí misma; hasta qué punto será capaz de contrarestarlos y recuperar espacios. O si por el contrario, está definitivamente sentenciada a muerte, y terminará siendo aniquilada, luego de esa lenta agonía que describe Sánchez Rugeles. O incluso, si todo esto no es más que una conversación de velorio antes del entierro formal.
La cinta de Moebius, descubierta por los matemáticos alemanes August Ferdinand Möbius y Johann Benedict Listing en el año 1858, constituye una esclarecedora analogía de la integración cotidiana. Para construirla, se juntan los extremos de una tira de papel dando media vuelta a uno de ellos. Si se aplica color a su superficie comenzando por la aparente cara exterior, al finalizar, queda pintada toda la cinta, por lo que carece de sentido hablar de una cara interna y otra externa. Si se recorre su borde con los dedos, se alcanza el punto de partida, sin ruptura de la continuidad. Una persona que camine sobre la cinta, llegará también al punto inicial pero su orientación se habrá invertido.
La vinculación cotidiana, a cualquier nivel, debería tener una sola cara y un solo borde, proyectando, como sucede cuando la luz dibuja sobre la retina, imágenes en espejo. La inversión de la imagen denotaría tan sólo una variación del contexto, no una contradicción.
La señal a orillas de la carretera decía “Obreros en la vía”. Generaciones de hombres y mujeres sudorosos, reconciliándose arduamente entre sí y con el entorno, abrían caminos entre la maleza hacia el horizonte caído, en una misión descomunal de rescate.
Sonreí y apagué el motor. Esa era la única vía posible.
jueves, mayo 27, 2010
sábado, mayo 08, 2010
A Deleuze
Por qué
o
para qué
he de conservar mi nombre?
Si podría llamarme
aspaviento ecuatorial en tiempos de lluvia
metamorfosis subterránea periférica
vaho de dedos que aguantan calor de plato recién salido de horno
estranguladora de granito vertical con punta
1989
zaguán de veleidades
devota del destiempo
cotización de escapatorias
Ersilia
perrubia en crin de unicornio con tres patas
filosofía de trenzas de zapato
polvorosa
mosaico bateado a primera
delta en retroceso
paladar acrílico
carretera anfibia
celosía de razones
atril de medias tintas
armisticio solicitado en discoteca
sismo de despedida en el estrecho de Gibraltar
columpio que cuelga de humores vítreos
encartado lunar al mediodía
alucinaciones de reojo
sudor de puente
coxis de isla
pectoral olímpico
espíritu portátil
piedritas al trote
domingo, mayo 02, 2010
martes, abril 27, 2010
La acción de fotografiar
Confieso que aún no logro entender completamente la fascinación que ejerce el acto de mirar a través del visor de una cámara fotográfica. Todo parece partir de una manera inofensiva de vincularse con el mundo. Una manera de “estar presente”.
Intentaré referirme exclusivamente al acto en si mismo. La aspiración a la imagen, que lo promueve y que no tiene nada de inofensiva, es otro asunto.
El individuo que se prepara para fotografiar trae consigo un bagaje de experiencias, ideas y conocimientos que paradójicamente deben silenciarse, a nivel consciente, para que el ojo pueda “mirar” desde el instinto. Un estado orgánico parecido al que resulta del ayuno o abstinencia voluntaria me parece imprescindible para hacerse permeable a lo que confiamos ocurrirá, para alinear mente y corazón en un contundente vector que apunta a la retina y comulgar desde esa trinidad con el entorno. El pensamiento y la reflexión son previos y posteriores al acto y en todo caso, intervienen en el encuadre, en las fracciones de segundo disponibles para componer equilibradamente todos los elementos que integrarán la imagen.
La acción de fotografiar ha sido vinculada con el acto de cazar: la cámara como un arma que se “dispara”. Y es cierto. El fotógrafo es como un cazador que olfatea su presa en la espesura del bosque. Hay algo de violencia en la rapidez de movimiento que se requiere en ciertas circunstancias, en el deseo irrefrenable de saciarse aprehendiendo un sujeto o situación. Pero esa violencia no desemboca en muerte; más bien, redime.
La certeza de haber llegado a lo fotografiable viene acompañada de un sobresalto interno, helado. Frenéticamente, casi por encima de uno mismo, el dedo índice presiona el botón y empieza el trance fecundo. Una sensación vaga del cuerpo, como si se desmaterializara, para reunificarse con un todo donde se pierde la noción del tiempo y del espacio. El individuo ya no lo es más. Se desdibuja para reintegrarse. Esa sensación escala hasta llegar a un clímax: la imagen que se siente haber logrado, esta vez en sacudida caliente, producto aún inmaterial de ese trance, desde el cual se cae, extenuado, y se apaga la máquina.
lunes, abril 19, 2010
sábado, abril 10, 2010
miércoles, marzo 24, 2010
126. (Venezuela se escribe con "V" de "vegetativo", desafortunadamente)
domingo, marzo 21, 2010
domingo, febrero 28, 2010
Luz de taxi
domingo, febrero 21, 2010
Dos atentados contra el tiempo
miércoles, febrero 03, 2010
sábado, enero 23, 2010
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- María Antonieta Pérez-Boza
- A mi papá, por sus ojos acuosos frente a la imagen.